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Trescientos días de sol de Ismael Grasa

Texto de Eva Cosculluela para la presentación del libro en el ambigú del Teatro Principal de Zaragoza

Me van a permitir que vaya al grano: Trescientos días de sol es un libro excelente. Pero claro, yo sé que esto no se puede decir así, sin más. Una afirmación tan rotunda hay que sustentarla con razones de peso. Y como razones no faltan, creo que lo mejor es que las explique para mostrar por qué estoy tan convencida de lo que acabo de decir.

La primera razón: la forma en que se abre el libro

Con un cuento estupendo, Mecedoras, una historia donde el protagonista narra como su hermana se casa con un norteamericano del valle del Hudson. Y ya en este primer cuento vemos la maestría de Ismael Grasa a la hora de contar historias. Mecedoras reúne gran parte de los ingredientes que vamos a encontrar a lo largo del libro: personajes en cambio, en movimiento, como Teresa; personajes como Ángel, que no termina de entender lo que hace su hermana aunque tampoco se lo plantea demasiado. Personajes desequilibrados, como la vecina Marimar. Algunos toques de humor que hacen la historia más ligera. Y un párrafo inicial contundente, que deja entrever qué es lo que va a pasar, pero sin desvelarlo del todo. Y si no, escuchen como se abre el libro: "Mi hermana se casó con un americano en el Hudson Valley, Nueva York. Se llama Ben y es de la ciudad de Hudson. Es arquitecto, su familia tiene una casa en medio de una finca de más de cien acres. Mi hermana se llama Teresa y yo me llamo Ángel. Teresa conoció a Ben por internet. Había enviado a una página internacional de contactos su fotografía y unas líneas en las que hablaba sobre sí misma. Teresa aparecía en la fotografía sin esa cicatriz que le ha quedado sobre la ceja derecha después del incidente con Mari Mar." Ya ven, con estas cuatro frases, Ismael Grasa consigue que ya no puedas despegarte de esta historia.

La segunda razón es lo que se cuenta en el libro, sus historias.

A mi juicio, una buena historia es aquella que logra transmitir sensaciones y sentimientos, del tipo que sean, a quién la lee. Pues bien, Trescientos días de sol consigue el objetivo de forma soberbia. En este libro se cuentan doce historias perturbadoras que provocan una fuerte sensación de intranquilidad y de desasosiego en quien las lee. Y esto es en gran parte porque son historias cercanas a nosotros, y muchas de ellas podrían pasarnos a cualquiera de nosotros cualquier día.

Pero no se asusten. Estos relatos no les van a provocar una crisis existencial. Porque a la vez, Ismael Grasa aporta a sus historias un toque de humor, la dosis justa en el momento justo. Y ese es otro de los detalles brillantes que nos muestran el buen hacer del autor: con una sola frase suaviza la historia, detiene completamente el tiempo de la narración y a partir de ahí empieza de nuevo, poco a poco, a conducirnos hacia el final del relato.

En estas doce historias encontramos varios elementos recurrentes que se repiten en casi todas ellas: El primero y más evidente es el delito, siempre presente de una u otra forma en las historias. Unas veces son los protagonistas de los relatos quiénes los cometen; otras veces se limitan a padecerlos, a soportarlos. Los vemos en todas sus variantes: pequeños hurtos, un intento de soborno a un guardia forestal, el tráfico de influencias para comprar una vivienda de protección oficial, un acto de pedofilia, el atracador que se disfraza de afilador y amenaza al protagonista con el cuchillo que él mismo le ha entregad... distintos grados de delito que comprometen en distinto grado a los personajes.

También aparecen de forma constante las bodas y los cementerios. Pero ni las primeras son siempre felices, ni los segundos son siempre lugares desapacibles, tal como vemos en ‘La casa de Benedé’: el protagonista, después de haber estado con su madre en la casa que han comprado en el pueblo, y visitando a su tío en su granja, va a visitar el cementerio. Y al llegar allí reflexiona: "En cierto modo, no dejaba de ser el sitio más acogedor de los que había estado durante esa mañana".

Las historias que forman Trescientos días de sol son relatos inteligentes que en ningún caso dejan indiferente a quién las lee. Y están escritos con un lenguaje directo y con una prosa limpia. Trescientos días de sol está escrito con un estilo cortante, incisivo y agudo, con frases en las que no sobra una coma. Más que con un estilo minimalista, Ismael Grasa narra estas historias con un estilo mínimo. Tan mínimo como las propias historias.

La tercera razón: los personajes

Estas historias están sustentadas por unos personajes muy potentes. Los personajes de ‘Trescientos días de sol’ son gente que camina bordeando el límite. Los personajes de ‘Trescientos días de sol’ están solos, y están perdidos. Se sienten ajenos a quiénes les rodean, o como uno de los personajes dice, son miembros de un grupo enfermo. No están satisfechos con sus vidas. Pero todo esto, ellos no lo saben. De hecho, son personajes que tienen esperanzas. Veamos si no al representante de cerveza que reflexiona: "lo cierto es que ser representante de bebidas puede ser un primer paso para acceder a la política", o al protagonista de otro de los cuentos llamado Algo provisional, que después de que su novia le abandone y se vaya a vivir a otra ciudad, él la sigue para despedirse y dice "Rubén, después de que Anna se levantase y se despidiese de él, se quedó con la duda de si seguían saliendo o no".

Pese a que en todas las historias aparece el delito como telón de fondo, los personajes no son delincuentes. Es gente normal que cruza la línea de puntillas e incurre en la ilegalidad sin premeditación. Simplemente les pasa, se encuentran con ello, y tampoco hacen nada para remediarlo. Y estas ilegalidades son (casi siempre) tan nimias, que al leerlas las disculpamos, e Ismael Grasa casi consigue hacernos creer que podríamos haber sido nosotros quiénes las cometíamos: cuando leemos que dos animadoras infantiles roban algo de dinero en las casas donde actúan, después de aguantar a una veintena de niños gritando y pegándoles, casi las justificamos.

Y es que cualquiera podríamos ser personajes de Ismael Grasa, porque lo que cuenta en sus relatos no son aventuras extraordinarias o grandes enigmas por resolver. Sus protagonistas no son arqueólogos que buscan el santo grial, ni investigadores que descubrirán asesinos en serie. Sus personajes son personas normales a los que les pasan cosas.

Y para compensar esta aparente normalidad, por los cuentos de Ismael Grasa desfila también un puñado personajes desequilibrados: como Mari Mar, la vecina de mecedoras que llega a estar ingresada en un psiquiátrico y que luego se hace evangelista, como Chorche, el guarda forestal de baja que llevaba tiempo comportándose de forma extraña: "durante los últimos meses, iba a las parroquias a pedir ropa, a veces vestía camisas de difuntos. Comía mal, miraba en las basuras. ¿Qué hacía con el dinero de su nómina?", como Benedé, del que decían que "Vivía como un animal. Compraba a escondidas al carnicero los desechos de las piezas, lo que echaban a los perros; que si no había pisado nunca un banco y guardaba bolsas de dinero escondidas entre piedras; que si no sabía lo que era un calzoncillo..."

Los personajes de Trescientos días de sol son tan reales y tan potentes porque Ismael Grasa observa las situaciones tan de cerca que se pone al mismo nivel que ellos. Se pone a la par de los personajes y observa sus comportamientos, sus reacciones. Da la impresión de que no es Ismael quién controla sus designios; más bien parece que estos personajes tienen vida propia, y que su autor los mira y les deja hacer. Y éstos, a su vez, parecen tener asumido que lo que les pasa es lo único que les podría pasar.

La cuarta razón: Los detalles

Trescientos días de sol está plagado de detalles que hacen reales las historias. En uno de los cuentos, lo único que parece real al protagonista es ver una chimenea humeando. En otro, mientras el protagonista asiste a un entierro, mientras escucha crujir los huesos de un cadáver metido en un saco de plástico que no cabe en el nicho, mientras sucede eso, sus sobrinos le piden regalos de propaganda que lleva en el bolsillo. Son detalles pegados a la realidad.

Pequeños detalles que transmiten sensaciones intensas. Por ejemplo, en El sarrio hay un momento en el guarda forestal acaba de negarse a ser sobornado, y dice: "Daniel y José Ramón se aprietan el brazo uno al otro, mantienen un contacto físico con el que aliviar la tensión de ese momento". En esta descripción de un simple gesto, Ismael Grasa consigue que sepamos exactamente qué es lo que están sintiendo. Tras estas pocas palabras no hace falta explicar nada más. O cuando en otro de los cuentos, Pájaros, la profesora se aparta del grupo de alumnas que están fumando al sol, y dice: "En el lado de sombra hacía frío". Con estas siete palabras, sentimos la soledad que siente esta profesora pese a estar rodeada de gente, o precisamente por eso.

Después de hablar de la forma de abrir el libro, de las historias, de los personajes y de los detalles, la quinta razón no puede ser otra que la forma de cerrar el libro.

Trescientos días de sol se cierra igual de bien que lo hacen cada uno de los cuentos. Los últimos párrafos, la forma en que cierra los cuentos con una frase que, aunque parece muy simple, da sentido a toda la historia. Por ejemplo, en el cuento en que el protagonista va a casa de su novia con intención de dejarla, y termina diciendo: "No pensé en nada. Tomamos café en el sofá, ella se descalzó. No quería irme de ahí". O en la historia de la chica que se traslada con su hija desde Madrid a Sariñena para trabajar de profesora. Y después de contar su soledad, y de alguna forma su inadaptación, termina diciendo: "Mi hija hablaba con la naturalista encargada del observatorio de la laguna. Me sentía bien, sentada en aquél banco. Las bandadas de pájaros formaban figuras cambiantes en el azul del cielo". E igual que cierra sus cuentos, con esa forma aparentemente sencilla que envuelve la técnica que hay detrás, Ismael Grasa ha elegido para cerrar el libro un cuento que, a mi juicio, es uno de los mejores: No me gustan los psicólogos. No se lo voy a destripar: leánlo, es estupendo.

Para terminar, la última de las razones que me llevan a pensar que ‘Trescientos días de sol’ es un libro excelente, es que los cuentos de Ismael Grasa no terminan cuando cerramos el libro.

Al contrario: estos cuentos, estos personajes vuelven a nuestra cabeza, nos persiguen y nos asaltan tiempo después de haberlos leído. Porque son historias inquietantes, son perturbadoras. Producen una fuerte sensación de no estar a salvo, porque hablan de la parte más oscura del ser humano. Nos enfrentan a la esencia de la condición humana y nos la ponen ahí, para que la miremos de frente y decidamos si ese es o no nuestro reflejo. Sin posibilidad de escapatoria.

Creo que quienes hayáis leído a Ismael Grasa estaréis de acuerdo conmigo en que Ismael es uno de los mejores escritores que tenemos ahora mismo en el panorama literario nacional. Ismael Grasa ha elegido el camino difícil para llegar a ese primer nivel, porque ha elegido escribir de las cosas cercanas, que nos pasan a diario, y hacer que nos interese Pero lo ha conseguido. Termino cogiendo prestada la frase que escribió David Trueba en su crítica de Trescientos días de sol, porque es la misma que dije cuando terminé de leer el libro: Qué gran escritor.

Ayer por la tarde, en el Salón de Té del Teatro Principal, se presentó Trescientos días de sol. Acompañando a Ismael en la presentación, estuvimos el arquitecto Luis Franco y yo. Luis hizo una revisión estupenda de las historias y de los personajes del libro apoyado en una preciosa animación visual donde jugaba con la chica de la portada (por cierto, portada maravillosa de Elisa Arguilé) y con el reflejo de sus gafas. Ismael, en tono humorístico, habló de los distintas lecturas que podía tener su libro: podría ser un libro gótico, porque sus cuentos son inquietantes; una novela rosa, porque en ellos salen muchas bodas; una novela social, porque todos los personajes tienen empleos precarios...

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1 comentario

alan -

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