Xordica, Zaragoza, 2007. 140 pp. 11 €
Vicente Luis Mora
En los relatos de Grasa parece que no pasa nada, recuerdan a los cuentos sin final aparente de Katherine Mansfield y, sin embargo, en ellos ocurre todo, es decir: suceden las cosas que suceden en la vida real, con la suficiente variedad e imaginación recuperadora para que lo cotidiano no cercene el interés del lector. Antoni Tàpies, en su excelente ensayo El arte y sus lugares (1999) decía que la operación estética puede tomar la forma de creación a partir de lo existente o de elección estética sobre lo real, seleccionando un detalle concreto sobre el que la atención común no suele posarse. Este segundo propósito de lo artístico es lo que persigue el interesante y variado Ismael Grasa, capaz de hacer novelas extrañas y posmodernas (La tercera guerra mundial) y libros de viajes convertidos en narración (Días en China).
La infinita gama de posibilidades de lo real, humanizada por personajes próximos a Zaragoza (casi todos masculinos y de edad intermedia, como el propio Grasa, salvo un par de relatos contados por mujeres en primera persona), otorga una personalidad propia a este libro, uniforme en su vasta heterogeneidad. Hay multitud de información en las historias de Grasa, sacadas a veces de los periódicos y otras de la imaginación reconstructora del autor, que de seguro vuelca en estos cuentos buena parte de su experiencia propia y de otras que ha conocido. Creo significativo este fragmento, puesto en boca de uno de sus personajes: «soy pragmático, observo lo que le gusta a la gente. A veces recorto artículos de prensa o anoto en servilletas algunas ideas» (pp. 78-79). Precisamente el carácter uniforme de los relatos hace difícil saber cuando se cuela alguno prescindible. Por ello, la ordenación del libro no siempre favorece la lectura, y hacia la mitad del libro hay una caída de interés que merece la pena salvar, ya que lo mejor aguarda al final del volumen: “La herencia”, “Trescientos días de sol” o “No me gustan los psicólogos” son piezas excelentes, de cuajado temblor psicológico y sociológico, en los que Grasa demuestra su sentido de la observación, musculoso y a la vez exquisito.
Nos conduce la contraportada a pensar que el libro tiene como hilo conductor el delito, una situación criminal que en todos los relatos se afronta o se rodea temerosamente y, sin dejar eso cierto, yo apuntaría más bien a la moralidad o inmoralidad social como tema íntimo del libro. Trescientos días de sol es una nueva especie de novela picaresca, que detalla no la gran especulación inmobiliaria o los trampantojos financieros que llenan hoy nuestras primeras planas, sino el chanchulleo de poca monta, los arreglos, apaños y trapicheos a los que cualquier españolito de a pie, en cualquier momento, puede verse sometido, ya sea como víctima o como agente provocador. De cómo cada uno se enfrenta a ese instante pequeño y quizá intrascendente, pero en el cual reside, en última instancia, nuestra ética personal, es de lo que trata este sugerente volumen de relatos de Ismael Grasa.
Vicente Luis Mora
En los relatos de Grasa parece que no pasa nada, recuerdan a los cuentos sin final aparente de Katherine Mansfield y, sin embargo, en ellos ocurre todo, es decir: suceden las cosas que suceden en la vida real, con la suficiente variedad e imaginación recuperadora para que lo cotidiano no cercene el interés del lector. Antoni Tàpies, en su excelente ensayo El arte y sus lugares (1999) decía que la operación estética puede tomar la forma de creación a partir de lo existente o de elección estética sobre lo real, seleccionando un detalle concreto sobre el que la atención común no suele posarse. Este segundo propósito de lo artístico es lo que persigue el interesante y variado Ismael Grasa, capaz de hacer novelas extrañas y posmodernas (La tercera guerra mundial) y libros de viajes convertidos en narración (Días en China).
La infinita gama de posibilidades de lo real, humanizada por personajes próximos a Zaragoza (casi todos masculinos y de edad intermedia, como el propio Grasa, salvo un par de relatos contados por mujeres en primera persona), otorga una personalidad propia a este libro, uniforme en su vasta heterogeneidad. Hay multitud de información en las historias de Grasa, sacadas a veces de los periódicos y otras de la imaginación reconstructora del autor, que de seguro vuelca en estos cuentos buena parte de su experiencia propia y de otras que ha conocido. Creo significativo este fragmento, puesto en boca de uno de sus personajes: «soy pragmático, observo lo que le gusta a la gente. A veces recorto artículos de prensa o anoto en servilletas algunas ideas» (pp. 78-79). Precisamente el carácter uniforme de los relatos hace difícil saber cuando se cuela alguno prescindible. Por ello, la ordenación del libro no siempre favorece la lectura, y hacia la mitad del libro hay una caída de interés que merece la pena salvar, ya que lo mejor aguarda al final del volumen: “La herencia”, “Trescientos días de sol” o “No me gustan los psicólogos” son piezas excelentes, de cuajado temblor psicológico y sociológico, en los que Grasa demuestra su sentido de la observación, musculoso y a la vez exquisito.
Nos conduce la contraportada a pensar que el libro tiene como hilo conductor el delito, una situación criminal que en todos los relatos se afronta o se rodea temerosamente y, sin dejar eso cierto, yo apuntaría más bien a la moralidad o inmoralidad social como tema íntimo del libro. Trescientos días de sol es una nueva especie de novela picaresca, que detalla no la gran especulación inmobiliaria o los trampantojos financieros que llenan hoy nuestras primeras planas, sino el chanchulleo de poca monta, los arreglos, apaños y trapicheos a los que cualquier españolito de a pie, en cualquier momento, puede verse sometido, ya sea como víctima o como agente provocador. De cómo cada uno se enfrenta a ese instante pequeño y quizá intrascendente, pero en el cual reside, en última instancia, nuestra ética personal, es de lo que trata este sugerente volumen de relatos de Ismael Grasa.
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