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Trescientos días de sol de Ismael Grasa

Texto de David Trueba

LUZ ENTRE LAS SOMBRAS

          Ismael Grasa no escribe para los que buscan soluciones a los enigmas de la vida. Entre aficionados a la receta, ya sea de autoayuda o de autocastigo, sus escritos más bien pertenecen al arte de la contemplación. Puede que tenga algo que ver con sus estancias en la China (que contó en “Días en China”, Anagrama) o puede que tenga más que ve con la adopción de un estilo narrativo que cuenta mientras mira (“La Tercera Guerra Mundial”, Anagrama), sin tiempo a la manipulación reflexiva. Avanzamos por sus escritos braceando en la riada de la vida, sabemos que no hay orilla, pero de tanto en tanto nos regala un tronco flotante al que sujetarnos si las fuerzas flaquean. Qué gran escritor.        

Ismael Grasa ha asumido el camino de vuelta hacia el origen, cruzándose con sus contemporáneos en su nada exhibicionista decisión de ir contra corriente. Ha encontrado acomodo en una más que generación, generadora unión de cuentistas aragoneses como Daniel Gascón, Cristina Grande, Rodolfo Notivol o el Miguel Mena de “1863 pasos”, apadrinados por la editorial Xordica y liderados quizá por los dos potentes latigazos de talento con los que Félix Romeo avivó la grada local en sus imprescindibles “Dibujos animados” y “Discothèque”.        

Puede que en la era de los gruesos novelones históricos, falten lectores para los cuentos mínimos, casi siempre suspendidos antes de desencadenarse, con que Ismael Grasa ha compuesto sus “Trescientos días de sol”. Es más cómodo jugar a los templarios que enfrentarse con la perturbadora novela histórica de nosotros mismos hoy.    

Los relatos de Ismael Grasa están poblados de ausencias, trabajos inconsistentes, mujeres y hombres que se quieren o desean entre las grietas de una biografía sentimental acobardada y solitaria. Y aunque la ambientación suena con la templada sordina de la trompeta de Chet Baker, cuidado, no hay minimalismo de salón, sino personajes reconocibles y alergia a cualquier estilismo cosmético.         

Un personaje es atracado por un tipo que se ha hecho pasar por el afilador y se descubre amenazado por su propio cuchillo. No es mala metáfora para contar el libro entero. Gente amenazada por su propio cuchillo. Los personajes de Grasa son observadores inteligentes, comparten con el autor una mirada privilegiada sobre los detalles menores de la vida, esos que casi siempre dicen más de alguien que todos los informes de los psicólogos. Quizá por eso el último cuento del libro se titula “No me gustan los psicólogos”. No esperen psicoanálisis ni histerias. Sin estridencias, sin falsas mitologías, pegado al entornos cotidiano, un personaje detrás de otro ve pasar sus oportunidades.        

Uno descubre al tumbarse sobre el césped que el jardín de su chalet pareado es igual que largo que él. Otra se fija en el sofá de un amigo, desgastado sólo en el extremo que éste ocupa por costumbre. Una animadora infantil roba dinero en las casas de los niños que divierte. Un joven recuerda una novia tan ordenada que preparaba cada noche, antes de meterse en la cama, la ropa que se pondría al día siguiente. Y así en contenidísimas estampas, Ismael grasa comparte la soledad y el accidente de vivir. Aunque exija del lector acompañarle en el paseo sin tenderle la mano, a veces con una cierta hostilidad de narrador riguroso, nunca abandona a sus personajes sin la caricia de la comprensión y termina por convencernos de que el viaje merece la pena.        

Por decirlo igual que un personaje que es contratado para limpiar y desbrozar la ribera del Canal Imperial: “me di cuenta de lo duras que son las plantas, con sus flores, sus tallos y sus raíces”. Del mismo modo, los personajes amenazados y frágiles de Ismael Grasa se descubren agarrados bien fuerte a la vida.

         “Trescientos días de sol” son ciento cuarenta páginas de luz entre las sombras.

 

Texto publicado en el suplemento "Artes y Letras" de "Heraldo de Aragón", 22.3.07

 

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