Vicente Luis Mora
En los relatos de Grasa parece que no pasa nada, recuerdan a los cuentos sin final aparente de Katherine Mansfield y, sin embargo, en ellos ocurre todo, es decir: suceden las cosas que suceden en la vida real, con la suficiente variedad e imaginación recuperadora para que lo cotidiano no cercene el interés del lector. Antoni Tàpies, en su excelente ensayo El arte y sus lugares (1999) decía que la operación estética puede tomar la forma de creación a partir de lo existente o de elección estética sobre lo real, seleccionando un detalle concreto sobre el que la atención común no suele posarse. Este segundo propósito de lo artístico es lo que persigue el interesante y variado Ismael Grasa, capaz de hacer novelas extrañas y posmodernas (La tercera guerra mundial) y libros de viajes convertidos en narración (Días en China).
La infinita gama de posibilidades de lo real, humanizada por personajes próximos a Zaragoza (casi todos masculinos y de edad intermedia, como el propio Grasa, salvo un par de relatos contados por mujeres en primera persona), otorga una personalidad propia a este libro, uniforme en su vasta heterogeneidad. Hay multitud de información en las historias de Grasa, sacadas a veces de los periódicos y otras de la imaginación reconstructora del autor, que de seguro vuelca en estos cuentos buena parte de su experiencia propia y de otras que ha conocido. Creo significativo este fragmento, puesto en boca de uno de sus personajes: «soy pragmático, observo lo que le gusta a la gente. A veces recorto artículos de prensa o anoto en servilletas algunas ideas» (pp. 78-79). Precisamente el carácter uniforme de los relatos hace difícil saber cuando se cuela alguno prescindible. Por ello, la ordenación del libro no siempre favorece la lectura, y hacia la mitad del libro hay una caída de interés que merece la pena salvar, ya que lo mejor aguarda al final del volumen: “La herencia”, “Trescientos días de sol” o “No me gustan los psicólogos” son piezas excelentes, de cuajado temblor psicológico y sociológico, en los que Grasa demuestra su sentido de la observación, musculoso y a la vez exquisito.
Nos conduce la contraportada a pensar que el libro tiene como hilo conductor el delito, una situación criminal que en todos los relatos se afronta o se rodea temerosamente y, sin dejar eso cierto, yo apuntaría más bien a la moralidad o inmoralidad social como tema íntimo del libro. Trescientos días de sol es una nueva especie de novela picaresca, que detalla no la gran especulación inmobiliaria o los trampantojos financieros que llenan hoy nuestras primeras planas, sino el chanchulleo de poca monta, los arreglos, apaños y trapicheos a los que cualquier españolito de a pie, en cualquier momento, puede verse sometido, ya sea como víctima o como agente provocador. De cómo cada uno se enfrenta a ese instante pequeño y quizá intrascendente, pero en el cual reside, en última instancia, nuestra ética personal, es de lo que trata este sugerente volumen de relatos de Ismael Grasa.