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Trescientos días de sol de Ismael Grasa

Crónica de la presentación del libro en Huesca

ES UNA DE LAS FIRMAS ARAGONESAS MÁS VALORADAS   



Ismael Grasa cuenta historias de la vida con sus ‘Trescientos días de sol’
El escritor oscense presentó ayer su nuevo título en la Librería Anónima de Huesca

Noticias


Presentación en Anónima.- Ismael Grasa presentó esta semana en Huesca su último libro, ‘Trescientos días de sol’, editado por Xordica. La Librería Anónima consiguió, una vez más, crear un clima absolutamente entrañable para el autor y para todas las personas que asistieron. Horas antes del inicio del acto, los responsables del establecimiento se preocuparon de que el nuevo trabajo del escritor oscense ocupara cada centímetro cuadrado del escaparate, que llamaba especialmente la atención gracias a la espléndida ilustración de la portada que firma Elisa Arguilé. José María Aniés, propietario de la librería, dio la bienvenida a los asistentes y, refiriéndose a Ismael Grasa y a Carlos Castán, al que se le había encomendado la tarea de prensentar el libro, señaló: “tenemos aquí dos escritores que no parecen ni de Huesca”. Tras la carcajada que soltaron los asistentes, Ismael y Carlos se miraron con guasa y preguntaron: “¿Eso es bueno o malo?” Después, cuando Ismael tomó la palabra, correspondió a las muestras de cariño dispensadas. “Después de escribir el libro, nada me hacía más ilusión que venir a Huesca para que Carlos Castán me lo presentara y en la Librería Anónima”, aseguró.





HUESCA.- “Quizá el libro trata de que vamos a la deriva, que no nos tenemos más que los unos a los otros y que hay que conformarse con lo que tenemos para ser felices, sin que ello quiera decir que haya que renunciar a nuestros sueños y a nuestras metas”.

El escritor oscense Ismael Grasa, una de las firmas aragonesas más valoradas por los expertos, se refiere con estas palabras a su último libro, “Trescientos días de sol”, una publicación de doce relatos, que transcurren en escenarios fácilmente reconocibles. “Procuro ser cada vez menos elíptico en las historias, porque también pienso que las cosas cada vez son más normales entre nosotros y podemos hablar de ellas con mayor naturalidad -explica el autor-. Creo que en parte se debe, quizá, no sólo al asentamiento de las libertades, sino también a la presencia de gente de todas partes del mundo, que nos enseña a mirar las cosas con otros ojos”.

Los personajes viven en este libro experiencias de soledad y de desorientación, a partir de pequeños delitos o situaciones límite en las que se ven involucrados de alguna manera. En uno de los casos, el autor recurre a un hecho que le ocurrió a él. Un afilador acudió a su casa y, cuando teóricamente fue a devolverle el cuchillo afilado, trató veladamente de atracarle; con el arma en la mano, le exigió una cantidad de dinero desproporcionada por su “trabajo”.

Los relatos sirven de excusa a Ismael Grasa para hablar de las personas, de las cosas que tienen dentro, de sus miedos. “Son pequeños episodios de extranjería que pasan en pequeñas ciudades que supuestamente conocemos todos”, asegura.

Pero su intención no ha sido la de escribir un libro que cause desazón. Por el contrario, sus historias pretenden ser esperanzadoras. “Algunos lectores me dicen: Qué finales más abiertos y más duros haces o me preguntan por qué he hecho un libro tan desequilibrador, tan angustioso. Pero yo he cerrado los cuentos como he creído que era lo mejor, cualquier otro final hubiera sido menos verdad o un falso edulcoramiento”.

“No es un libro que quiera transmitir pesimismo respecto a nuestra sociedad -añade-, pero sí creo que en todos los cuentos llegamos a un punto en el que se toca hueso”.

De alguna manera, Ismael Grasa habla de sí mismo a través de sus personajes, pero ironiza sobre la tentación que tienen algunos de considerar que se trata de un libro autobiográfico de principio a fin. De hecho, en el libro hay cosas muy sórdidas, complices de pederastia, gente que a veces duerme en la calle o que es muy retorcida.

Ismael no es cada uno de sus personajes ni cada una de sus situaciones, pero, como él dice, “el escritor es el todo”. “Yo soy el señor que se pone una chaqueta y va con el maletín a dar clase, pero también soy todas las zonas de sombra que aparecen en cada uno de los relatos. Los personajes están todo el rato al borde del delito y yo no es que me sienta así, pero sí me gustaba llegar en estas historias a las situaciones límite de nuestros comportamientos y ver cuál es nuestra verdad. Me apetecía echar un linternazo a esas zonas oscuras y hablar de que, en última instancia, somos personas que van a la deriva y esos momentos que llamamos transitorios es la única posibilidad que tenemos de ser felices”.

“Trescientos días de sol” fue presentado ayer por el también escritor Carlos Castán en un acto que se celebró en la Librería Anónima de Huesca y que contó con una nutrida presencia de público. Castán, que se confesó admirador de la obra de Ismael Grasa, aseguró que el libro le había gustado mucho, que se había reído con él y que a ratos también le había emocionado. Destacó la figura de los narradores que cuentan las historias. “Hablan, pero se fijan mucho y tienen pensamientos que son como cuchillos”, aseguró, al tiempo que confesó que le resultaba inquietante de ellos “esa mezcla de inteligencia y candor”, esa confusión “de la banalidad con la sentencia”.

Carlos Castán dijo que Ismael ha escrito un libro sobre la vida y se refirió a esa sensación de provisionalidad que tienen los personajes, al hecho de que parece que todos esperan que ocurra algo, a la sensación que tienen de estar viviendo un destino más pobre de lo que les corresponde. “Es un libro que tiene muchas resonancias”, concluyó Castán.

Ismael Grasa es también autor, entre otros títulos, de “De Madrid al cielo”, “Días en China”, “La tercera guerra mundial” y “Nueva California”.

Myriam MARTÍNEZ

http://www.diariodelaltoaragon.es/noticias/detalle.php?id=219711

Artículo sobre la presentación en Zaragoza

http://www.heraldo.es/heraldo.html?noticia=195186

Texto de David Trueba

LUZ ENTRE LAS SOMBRAS

          Ismael Grasa no escribe para los que buscan soluciones a los enigmas de la vida. Entre aficionados a la receta, ya sea de autoayuda o de autocastigo, sus escritos más bien pertenecen al arte de la contemplación. Puede que tenga algo que ver con sus estancias en la China (que contó en “Días en China”, Anagrama) o puede que tenga más que ve con la adopción de un estilo narrativo que cuenta mientras mira (“La Tercera Guerra Mundial”, Anagrama), sin tiempo a la manipulación reflexiva. Avanzamos por sus escritos braceando en la riada de la vida, sabemos que no hay orilla, pero de tanto en tanto nos regala un tronco flotante al que sujetarnos si las fuerzas flaquean. Qué gran escritor.        

Ismael Grasa ha asumido el camino de vuelta hacia el origen, cruzándose con sus contemporáneos en su nada exhibicionista decisión de ir contra corriente. Ha encontrado acomodo en una más que generación, generadora unión de cuentistas aragoneses como Daniel Gascón, Cristina Grande, Rodolfo Notivol o el Miguel Mena de “1863 pasos”, apadrinados por la editorial Xordica y liderados quizá por los dos potentes latigazos de talento con los que Félix Romeo avivó la grada local en sus imprescindibles “Dibujos animados” y “Discothèque”.        

Puede que en la era de los gruesos novelones históricos, falten lectores para los cuentos mínimos, casi siempre suspendidos antes de desencadenarse, con que Ismael Grasa ha compuesto sus “Trescientos días de sol”. Es más cómodo jugar a los templarios que enfrentarse con la perturbadora novela histórica de nosotros mismos hoy.    

Los relatos de Ismael Grasa están poblados de ausencias, trabajos inconsistentes, mujeres y hombres que se quieren o desean entre las grietas de una biografía sentimental acobardada y solitaria. Y aunque la ambientación suena con la templada sordina de la trompeta de Chet Baker, cuidado, no hay minimalismo de salón, sino personajes reconocibles y alergia a cualquier estilismo cosmético.         

Un personaje es atracado por un tipo que se ha hecho pasar por el afilador y se descubre amenazado por su propio cuchillo. No es mala metáfora para contar el libro entero. Gente amenazada por su propio cuchillo. Los personajes de Grasa son observadores inteligentes, comparten con el autor una mirada privilegiada sobre los detalles menores de la vida, esos que casi siempre dicen más de alguien que todos los informes de los psicólogos. Quizá por eso el último cuento del libro se titula “No me gustan los psicólogos”. No esperen psicoanálisis ni histerias. Sin estridencias, sin falsas mitologías, pegado al entornos cotidiano, un personaje detrás de otro ve pasar sus oportunidades.        

Uno descubre al tumbarse sobre el césped que el jardín de su chalet pareado es igual que largo que él. Otra se fija en el sofá de un amigo, desgastado sólo en el extremo que éste ocupa por costumbre. Una animadora infantil roba dinero en las casas de los niños que divierte. Un joven recuerda una novia tan ordenada que preparaba cada noche, antes de meterse en la cama, la ropa que se pondría al día siguiente. Y así en contenidísimas estampas, Ismael grasa comparte la soledad y el accidente de vivir. Aunque exija del lector acompañarle en el paseo sin tenderle la mano, a veces con una cierta hostilidad de narrador riguroso, nunca abandona a sus personajes sin la caricia de la comprensión y termina por convencernos de que el viaje merece la pena.        

Por decirlo igual que un personaje que es contratado para limpiar y desbrozar la ribera del Canal Imperial: “me di cuenta de lo duras que son las plantas, con sus flores, sus tallos y sus raíces”. Del mismo modo, los personajes amenazados y frágiles de Ismael Grasa se descubren agarrados bien fuerte a la vida.

         “Trescientos días de sol” son ciento cuarenta páginas de luz entre las sombras.

 

Texto publicado en el suplemento "Artes y Letras" de "Heraldo de Aragón", 22.3.07

 

Texto de Miguel Ángel Martín

Trescientos días de sol - Ismael Grasa.


Cuando se acaba la lectura de Trescientos días de sol, de Ismael Grasa (Xórdica Editorial, 2007), es inevitable pensar que su autor ha escrito exactamente el libro que pretendía escribir. Es un libro con doce relatos, equilibrado, simétrico, con un sentido de la unidad de estilo muy acusado. Así, Grasa ha optado por un estilo claramente deudor de la narrativa corta norteamericana de los ochenta, el famoso realismo sucio -aunque siempre resulta incómodo utilizar esa etiqueta ya superada, la menciono por diferenciar ese estilo identificable de las tendencias actuales, más diversas, y que transitan otros caminos-. La frase que Grasa utiliza es directa, breve, concisa, irónica, y sus personajes cuentan con humor, a veces negro, historias que siempre están contempladas desde una óptica muy cercana. De los doce relatos ocho están narrados en primera persona y los cuatro restantes en una tercera-primera. Cierta sequedad narrativa, y la intencionada falta de florituras de cualquier tipo, así como la circunstancia de que todos los relatos están contados desde el mismo lugar, con una mirada parecida y un objetivismo sólo aparente, pueden hacer caer a veces en cierta monotonía que su autor salva de manera brillante. Las voces de sus personajes son muy parecidas, pero bajo esa fachada, con un narrador que cuenta lo que ve y describe conductas y comportamientos con agresividad y humor, con cinismo a veces, está el escritor, disponiendo la información para que los relatos sean lo más eficaces posibles. Así, Grasa suele utilizar un juego interno de contrastes dentro de los relatos, que proveen a estos de picos argumentales, una especie de dientes de sierra con los que a una escena humorística sigue una violenta o negra, y a un personaje cotidiano y vulgar sigue la aparición repentina de uno amenazador. Así recrea una tensión que hace desenvolverse a las historias con facilidad y generando intriga en el lector. No hay, aparentemente, psicología en sus relatos, no al menos narrada de la forma convencional, pero tampoco hay un simple conductismo aburrido. Los personajes lanzan mensajes cuestionándose sus comportamientos y los de los demás, y ese tapiz de historias quiere componer una especie de relato generacional, otro de los temas fundamentales de la historia: las relaciones entre dos generaciones distantes, que no se entienden y que no pueden entenderse porque han vivido en dos Españas totalmente distintas. La actual se muestra desorientada, cobarde a la hora de madurar, indecisa y sin atreverse a tomar las riendas de su vida. Ejemplar en ello es Servilletas en la piscina, una delicia de humor negro, pero ese tema está muy presente en La casa de Benedé o La herencia.

Hay también hermanos menores que miran de reojo el comportamiento ya establecido y previsible de los mayores -Mecedoras-, personajes afligidos pero en constante cambio -Pájaros-, un fantástico relato perteneciente al género, tan norteamericano, de cazadores en la nieve -Un sarrio-, aunque donde Grasa da una medida de su gran talento y mirada narrativa es en dos relatos como Tablón de anuncios -el caso clínico de un solitario- y, sobre todo, en el magnífico Algo provisional, donde Grasa se hunde con naturalidad en un tema tan complicado como la pederastia, resolviéndolo con brillantez merced a la maldad oculta que se intuye tras sus personajes golpeados y cínicos, y sobre todo a no haber caído en una fácil complacencia.

Otras constantes de estas historias son cómo los lenguajes vitales de unos personajes nunca dejan huella en la mente de los otros: "Hablamos el profesor y yo de cosas y después sacó un cuaderno en el que escribía poemas en prosa. Leyó uno sobre una isla en la que se supone que él vivía espiritualmente, algo sobre la soledad" (pág. 40); la facilidad del autor para la descripción aguda: "Los zapatos de tacón de mi madre evitaban en la calzada las heces del ganado" (46); la presencia de guiños cinematográficos bien integrados en la narración: "Nuria entró en el dormitorio y tiró al aire los billetes del sobre para que cayesen sobre ellos. No eran muchos, fue un efecto de lluvia de dinero algo deslucido. Entraba aire por la ventana, los billetes podían salir volando. Jonás y Nuria se arrodillaron entonces para recogerlos." (103); ironías felices sobre la mediocridad de los trabajos del asalariado medio: "Lo cierto es que ser representante de bebidas puede ser un primer paso para acceder a la política, igual que hizo Fox en México con la Coca-cola. Muchas veces cuento este caso." (78) Respecto a este último elemento, Grasa se preocupa -demuestra por ello, además de talento, una profesionalidad encomiable al apreciarse que quiere escribir buenos relatos, y darles vida interior, lo que podrá en su caso hacerlos memorables- porque todos los personajes de sus relatos tengan ocupaciones y trabajos determinados. Alejándose de esa costumbre tan española de situar a los personajes literarios en un lugar equidistante entre la Luna y el punto de entrada en la atmósfera terrestre, Grasa quiere que sepamos quiénes son exactamente esos tipos sobre los que va a hablar, con los que va a jugar, a los que va a reflejar.

Bajo su apariencia de retrato generacional, una especie de recorrido por el proletariado español actual de treinta y tantos, con demasiados jóvenes de profesión inmaduros, deudor de una estética demasiado concreta y desde una sincera falta de retórica, Grasa llega mucho más allá en su aventura y logra seducir al lector con historias bien armadas, y apoyándose en un estilo uniforme y honesto nos muestra las debilidades y contradicciones de personajes que en manos sin talento habrían devenido en caricaturas -ejemplos hay al respecto en que ha ocurrido esto cuando se toma la estética del relato corto norteamericano como modelo- y que en las suyas terminan adquiriendo vida, contagiando emoción, convirtiendo este libro de relatos en una lectura, más que recomendable, aconsejable para el aficionado al libro de relatos.
http://elsindromechejov.blogspot.com/

Texto de Antón Castro

EL CORAZÓN DELATOR DE ISMAEL GRASA*

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Desde hace algunos años, Ismael Grasa (Huesca, 1968) retorna a su ciudad y a su provincia constantemente. No sabía conducir y ha aprendido para viajar a su antojo; parecía volcado en Madrid (ganó el premio Tigre Juan con “De  Madrid al cielo”, 1994) y Aragón y sus ciudades y pueblos se le han metido en sus libros como un escenario constante. Y ahí están dos excelentes y personales libros: “La Tercera Guerra Mundial” (Anagrama, 2002), uno de los mejores retratos de la Huesca de la transición, trazado con un estilo exento de sentimentalidad, y “Nueva California” (Xordica, 2003), poemas y relatos que anticipan, en cierto modo, su nuevo libro: “Trescientos días de sol” (Xordica), un volumen con portada de Elisa Arguilé que se presentó esta semana en Zaragoza, en el Teatro Principal, con una exuberante y magnífica puesta en escena del arquitecto Luis Franco y la elocuencia de Eva Cosculluela, y también en Huesca; me dicen que Carlos Castán estremeció hasta el silencio de la librería Anónima de Chema Aniés. Y que la ciudad se volcó con un cariño absoluto.

Ismael Grasa ha madurado mucho en estos últimos años. Ha pasado de ser aquel joven narrador y filósofo de rostro picassiano y asustadizo a un escritor de empaque, con un bagaje muy sólido, con puntos de vista muy personales. Atrevido, iconoclasta, dueño de un estilo diáfano, en el que no hay demasiado lugar para la opulencia. Ismael Grasa escribe con la retórica exacta de las ideas. Sin adherencias ni epítetos de embellecimiento. Con la fulminante exactitud de las imágenes y los detalles casi invisibles que definen una existencia. Como narrador, es un poco igual: es un escritor que puede parecer frío, casi glacial, un documentalista o un mirón que mira, observa detenidamente y cuenta lo que ve, sin inmutarse, con un bisturí sigiloso que avanza y descubre el horror. Aunque en realidad, Ismael Grasa cuenta lo que imagina, cuenta la vida que les sueña a sus personajes.

         En esta obra de doce relatos dominan algunas sensaciones. Acaba imponiéndose un estado de ánimo general próximo a la amargura existencial, a la turbación, y curiosamente no es porque el escritor sea pesimista. Es como un vacío que aparece y alancea sin compasión, como una enfermedad que afecta a todos los personajes, como un destino. Ismael Grasa dice una mil veces que él es partidario de la vida y de la alegría. Y eso se percibe. Tiene una capacidad particular para fijarse en pequeñas cosas, pero obtiene de ellas, como preconizaba Anton Chejov o Raymond Carver, una detonación interior, un mecanismo entre diabólico y rezagado que estalla por los aires. Los cuentos de Ismael son cuentos de lo cotidiano, cuentos que ni siquiera exigen una presentación, un desarrollo o un desenlace. Ismael Grasa se siente tan libre, tan seguro de sí mismo, que hace una fotografía, realiza una película, expone una situación y la muestra. La historia podría haber seguido muchas páginas más; las vidas en sus cuentos nunca se acaban, no hay punto y final, sino un punto y seguido interminable en el ánimo del lector. Y quizá eso también nos perturbe. ¿Qué pasará luego con los personajes? ¿Cuál será de verdad su futuro? ¿Dónde está ese corazón delator que no vemos nunca y percibimos como un escalofrío que no cesa?

El hilván general del libro es el delito. Y sus variedades. Pero también se habla de relaciones, de complejos núcleos familiares, de bodas, de viajes, de retornos al origen, de ciudades que se abren paso en la cabeza del escritor. Ismael Grasa demuestra aquí que conoce como nadie los registros del ser humano; desde esa sabiduría se expanden la incomodidad, la amenaza, el loco amor, el impacto invencible de la soledad. 

Trescientos días de sol. Ismael Grasa. Xordica: Colección Carrachinas. Zaragoza, 2007. 140 páginas. La foto es de Cristina Grande para Xordica.

Este texto fue publicado en "Heraldo de Aragón", edición oscense.

 http://antoncastro.blogia.com/2007/033101-el-corazon-delator-de-ismael-grasa-.php

Entrevista con Joaquín Carbonell en "El Periódico de Aragón"

http://216.239.59.104/search?q=cache:LlrCJxJh0f4J:www.elperiodicodearagon.com/noticias/noticia.asp%3Fpkid%3D313036+%22Carecer+de+humor+es+una+falta+de+respeto%22+Carbonell&hl=es&ct=clnk&cd=1&gl=es

Texto de Eva Cosculluela para la presentación del libro en el ambigú del Teatro Principal de Zaragoza

Me van a permitir que vaya al grano: Trescientos días de sol es un libro excelente. Pero claro, yo sé que esto no se puede decir así, sin más. Una afirmación tan rotunda hay que sustentarla con razones de peso. Y como razones no faltan, creo que lo mejor es que las explique para mostrar por qué estoy tan convencida de lo que acabo de decir.

La primera razón: la forma en que se abre el libro

Con un cuento estupendo, Mecedoras, una historia donde el protagonista narra como su hermana se casa con un norteamericano del valle del Hudson. Y ya en este primer cuento vemos la maestría de Ismael Grasa a la hora de contar historias. Mecedoras reúne gran parte de los ingredientes que vamos a encontrar a lo largo del libro: personajes en cambio, en movimiento, como Teresa; personajes como Ángel, que no termina de entender lo que hace su hermana aunque tampoco se lo plantea demasiado. Personajes desequilibrados, como la vecina Marimar. Algunos toques de humor que hacen la historia más ligera. Y un párrafo inicial contundente, que deja entrever qué es lo que va a pasar, pero sin desvelarlo del todo. Y si no, escuchen como se abre el libro: "Mi hermana se casó con un americano en el Hudson Valley, Nueva York. Se llama Ben y es de la ciudad de Hudson. Es arquitecto, su familia tiene una casa en medio de una finca de más de cien acres. Mi hermana se llama Teresa y yo me llamo Ángel. Teresa conoció a Ben por internet. Había enviado a una página internacional de contactos su fotografía y unas líneas en las que hablaba sobre sí misma. Teresa aparecía en la fotografía sin esa cicatriz que le ha quedado sobre la ceja derecha después del incidente con Mari Mar." Ya ven, con estas cuatro frases, Ismael Grasa consigue que ya no puedas despegarte de esta historia.

La segunda razón es lo que se cuenta en el libro, sus historias.

A mi juicio, una buena historia es aquella que logra transmitir sensaciones y sentimientos, del tipo que sean, a quién la lee. Pues bien, Trescientos días de sol consigue el objetivo de forma soberbia. En este libro se cuentan doce historias perturbadoras que provocan una fuerte sensación de intranquilidad y de desasosiego en quien las lee. Y esto es en gran parte porque son historias cercanas a nosotros, y muchas de ellas podrían pasarnos a cualquiera de nosotros cualquier día.

Pero no se asusten. Estos relatos no les van a provocar una crisis existencial. Porque a la vez, Ismael Grasa aporta a sus historias un toque de humor, la dosis justa en el momento justo. Y ese es otro de los detalles brillantes que nos muestran el buen hacer del autor: con una sola frase suaviza la historia, detiene completamente el tiempo de la narración y a partir de ahí empieza de nuevo, poco a poco, a conducirnos hacia el final del relato.

En estas doce historias encontramos varios elementos recurrentes que se repiten en casi todas ellas: El primero y más evidente es el delito, siempre presente de una u otra forma en las historias. Unas veces son los protagonistas de los relatos quiénes los cometen; otras veces se limitan a padecerlos, a soportarlos. Los vemos en todas sus variantes: pequeños hurtos, un intento de soborno a un guardia forestal, el tráfico de influencias para comprar una vivienda de protección oficial, un acto de pedofilia, el atracador que se disfraza de afilador y amenaza al protagonista con el cuchillo que él mismo le ha entregad... distintos grados de delito que comprometen en distinto grado a los personajes.

También aparecen de forma constante las bodas y los cementerios. Pero ni las primeras son siempre felices, ni los segundos son siempre lugares desapacibles, tal como vemos en ‘La casa de Benedé’: el protagonista, después de haber estado con su madre en la casa que han comprado en el pueblo, y visitando a su tío en su granja, va a visitar el cementerio. Y al llegar allí reflexiona: "En cierto modo, no dejaba de ser el sitio más acogedor de los que había estado durante esa mañana".

Las historias que forman Trescientos días de sol son relatos inteligentes que en ningún caso dejan indiferente a quién las lee. Y están escritos con un lenguaje directo y con una prosa limpia. Trescientos días de sol está escrito con un estilo cortante, incisivo y agudo, con frases en las que no sobra una coma. Más que con un estilo minimalista, Ismael Grasa narra estas historias con un estilo mínimo. Tan mínimo como las propias historias.

La tercera razón: los personajes

Estas historias están sustentadas por unos personajes muy potentes. Los personajes de ‘Trescientos días de sol’ son gente que camina bordeando el límite. Los personajes de ‘Trescientos días de sol’ están solos, y están perdidos. Se sienten ajenos a quiénes les rodean, o como uno de los personajes dice, son miembros de un grupo enfermo. No están satisfechos con sus vidas. Pero todo esto, ellos no lo saben. De hecho, son personajes que tienen esperanzas. Veamos si no al representante de cerveza que reflexiona: "lo cierto es que ser representante de bebidas puede ser un primer paso para acceder a la política", o al protagonista de otro de los cuentos llamado Algo provisional, que después de que su novia le abandone y se vaya a vivir a otra ciudad, él la sigue para despedirse y dice "Rubén, después de que Anna se levantase y se despidiese de él, se quedó con la duda de si seguían saliendo o no".

Pese a que en todas las historias aparece el delito como telón de fondo, los personajes no son delincuentes. Es gente normal que cruza la línea de puntillas e incurre en la ilegalidad sin premeditación. Simplemente les pasa, se encuentran con ello, y tampoco hacen nada para remediarlo. Y estas ilegalidades son (casi siempre) tan nimias, que al leerlas las disculpamos, e Ismael Grasa casi consigue hacernos creer que podríamos haber sido nosotros quiénes las cometíamos: cuando leemos que dos animadoras infantiles roban algo de dinero en las casas donde actúan, después de aguantar a una veintena de niños gritando y pegándoles, casi las justificamos.

Y es que cualquiera podríamos ser personajes de Ismael Grasa, porque lo que cuenta en sus relatos no son aventuras extraordinarias o grandes enigmas por resolver. Sus protagonistas no son arqueólogos que buscan el santo grial, ni investigadores que descubrirán asesinos en serie. Sus personajes son personas normales a los que les pasan cosas.

Y para compensar esta aparente normalidad, por los cuentos de Ismael Grasa desfila también un puñado personajes desequilibrados: como Mari Mar, la vecina de mecedoras que llega a estar ingresada en un psiquiátrico y que luego se hace evangelista, como Chorche, el guarda forestal de baja que llevaba tiempo comportándose de forma extraña: "durante los últimos meses, iba a las parroquias a pedir ropa, a veces vestía camisas de difuntos. Comía mal, miraba en las basuras. ¿Qué hacía con el dinero de su nómina?", como Benedé, del que decían que "Vivía como un animal. Compraba a escondidas al carnicero los desechos de las piezas, lo que echaban a los perros; que si no había pisado nunca un banco y guardaba bolsas de dinero escondidas entre piedras; que si no sabía lo que era un calzoncillo..."

Los personajes de Trescientos días de sol son tan reales y tan potentes porque Ismael Grasa observa las situaciones tan de cerca que se pone al mismo nivel que ellos. Se pone a la par de los personajes y observa sus comportamientos, sus reacciones. Da la impresión de que no es Ismael quién controla sus designios; más bien parece que estos personajes tienen vida propia, y que su autor los mira y les deja hacer. Y éstos, a su vez, parecen tener asumido que lo que les pasa es lo único que les podría pasar.

La cuarta razón: Los detalles

Trescientos días de sol está plagado de detalles que hacen reales las historias. En uno de los cuentos, lo único que parece real al protagonista es ver una chimenea humeando. En otro, mientras el protagonista asiste a un entierro, mientras escucha crujir los huesos de un cadáver metido en un saco de plástico que no cabe en el nicho, mientras sucede eso, sus sobrinos le piden regalos de propaganda que lleva en el bolsillo. Son detalles pegados a la realidad.

Pequeños detalles que transmiten sensaciones intensas. Por ejemplo, en El sarrio hay un momento en el guarda forestal acaba de negarse a ser sobornado, y dice: "Daniel y José Ramón se aprietan el brazo uno al otro, mantienen un contacto físico con el que aliviar la tensión de ese momento". En esta descripción de un simple gesto, Ismael Grasa consigue que sepamos exactamente qué es lo que están sintiendo. Tras estas pocas palabras no hace falta explicar nada más. O cuando en otro de los cuentos, Pájaros, la profesora se aparta del grupo de alumnas que están fumando al sol, y dice: "En el lado de sombra hacía frío". Con estas siete palabras, sentimos la soledad que siente esta profesora pese a estar rodeada de gente, o precisamente por eso.

Después de hablar de la forma de abrir el libro, de las historias, de los personajes y de los detalles, la quinta razón no puede ser otra que la forma de cerrar el libro.

Trescientos días de sol se cierra igual de bien que lo hacen cada uno de los cuentos. Los últimos párrafos, la forma en que cierra los cuentos con una frase que, aunque parece muy simple, da sentido a toda la historia. Por ejemplo, en el cuento en que el protagonista va a casa de su novia con intención de dejarla, y termina diciendo: "No pensé en nada. Tomamos café en el sofá, ella se descalzó. No quería irme de ahí". O en la historia de la chica que se traslada con su hija desde Madrid a Sariñena para trabajar de profesora. Y después de contar su soledad, y de alguna forma su inadaptación, termina diciendo: "Mi hija hablaba con la naturalista encargada del observatorio de la laguna. Me sentía bien, sentada en aquél banco. Las bandadas de pájaros formaban figuras cambiantes en el azul del cielo". E igual que cierra sus cuentos, con esa forma aparentemente sencilla que envuelve la técnica que hay detrás, Ismael Grasa ha elegido para cerrar el libro un cuento que, a mi juicio, es uno de los mejores: No me gustan los psicólogos. No se lo voy a destripar: leánlo, es estupendo.

Para terminar, la última de las razones que me llevan a pensar que ‘Trescientos días de sol’ es un libro excelente, es que los cuentos de Ismael Grasa no terminan cuando cerramos el libro.

Al contrario: estos cuentos, estos personajes vuelven a nuestra cabeza, nos persiguen y nos asaltan tiempo después de haberlos leído. Porque son historias inquietantes, son perturbadoras. Producen una fuerte sensación de no estar a salvo, porque hablan de la parte más oscura del ser humano. Nos enfrentan a la esencia de la condición humana y nos la ponen ahí, para que la miremos de frente y decidamos si ese es o no nuestro reflejo. Sin posibilidad de escapatoria.

Creo que quienes hayáis leído a Ismael Grasa estaréis de acuerdo conmigo en que Ismael es uno de los mejores escritores que tenemos ahora mismo en el panorama literario nacional. Ismael Grasa ha elegido el camino difícil para llegar a ese primer nivel, porque ha elegido escribir de las cosas cercanas, que nos pasan a diario, y hacer que nos interese Pero lo ha conseguido. Termino cogiendo prestada la frase que escribió David Trueba en su crítica de Trescientos días de sol, porque es la misma que dije cuando terminé de leer el libro: Qué gran escritor.

Ayer por la tarde, en el Salón de Té del Teatro Principal, se presentó Trescientos días de sol. Acompañando a Ismael en la presentación, estuvimos el arquitecto Luis Franco y yo. Luis hizo una revisión estupenda de las historias y de los personajes del libro apoyado en una preciosa animación visual donde jugaba con la chica de la portada (por cierto, portada maravillosa de Elisa Arguilé) y con el reflejo de sus gafas. Ismael, en tono humorístico, habló de los distintas lecturas que podía tener su libro: podría ser un libro gótico, porque sus cuentos son inquietantes; una novela rosa, porque en ellos salen muchas bodas; una novela social, porque todos los personajes tienen empleos precarios...

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Reseña de Jordi Puntí

"El periódico de Catalunya" 14.2.2007  

La vida és estranya

JORDI Puntí

Heus aquí una història que m'impressiona. A principis dels 90, un jove nascut a Osca acaba els estudis de Filologia Hispànica a Madrid. Poc després li ofereixen feina com a professor d'espanyol en una universitat xinesa. Llavors, sense pensar-s'ho, sense saber gens ni mica de xinès, sense haver agafat mai un avió, el jove s'embarca cap al seu destí remot. Tan remot que ni tan sols es tracta de Pequín o Xangai, sinó Xian, una d'aquelles ciutats de l'interior xinès perfectament ignorades. Un any després, el professor torna i explica les peripècies que ha viscut en una novel.leta encantadora: Días en China.
Així va ser com vaig descobrir la literatura d'Ismael Grasa i des d'aleshores no he deixat de llegir-lo. Avui dia, la seva estada a l'Àsia s'ha convertit en un punt en el passat i la seva carrera literària s'ha consolidat amb un grapat de llibres, cada cop millors. Després d'una primera novel.la que havia causat sensació, De Madrid al cielo (Anagrama), i de diversos llibres de viatges, el 2002 va publicar un títol que per als de la meva edat és de referència: La tercera guerra mundial (Anagrama). La novel.la detalla el paisatge emocional i social de la infància i l'adolescència de la meva generació, la del desenvolupisme, la que va fer el primer glopet de xampany quan va morir Franco. L'estil d'Ismael Grasa és molt directe; en l'enumeració de records col.lectius s'hi insereixen memòries del narrador. Una cosa així: "El dia de la festa del col.legi, durant diversos cursos seguits, es projectava una pel.lícula del general Patton. El meu germà, per ser dels cursos superiors, ajudava a penjar les banderetes al pati a l'hora de l'esbarjo".
A poc a poc Ismael Grasa ha anat delimitant el seu univers literari: Saragossa com a centre capital, el desert dels Monegres, la base nord-americana, els pobles i muntanyes de la regió... S'hi situen els contes de Trescientos días de sol (Xordica), el seu esplèndid nou llibre. Són narracions que parlen de fills que s'avorreixen al poble dels seus pares; actrius de teatre frustrades; parelles que sobreviuen gràcies als equívocs sexuals... Històries comptades amb eficàcia i humor, que demostren que la vida pot ser estranya a tot arreu i en qualsevol moment, i que sovint ho és.

La vida es extraña

JORDI Puntí

He aquí una historia que me impresiona. A principios de los 90, un joven nacido en Huesca termina los estudios de Filología Hispánica en Madrid. Poco después le ofrecen un trabajo como profesor de español en una universidad china. Entonces, sin pensarlo dos veces, sin saber ni pizca de chino, sin haber tomado nunca un avión, el joven se embarca hacia su destino remoto. Tan remoto que ni siquiera se trata de Pekín o Shanghái, sino Xian, una de esas ciudades del interior chino perfectamente ignoradas. Un año después, el profesor vuelve y cuenta sus peripecias en una novelita encantadora: Días en China.
Así fue como descubrí la literatura de Ismael Grasa y desde entonces no he dejado de leerle. Hoy en día, su estancia en Asia se ha convertido en un punto en el pasado y su carrera literaria se ha afianzado con un puñado de libros, cada vez mejores. Después de una primera novela que había causado sensación, De Madrid al cielo (Anagrama), y de varios libros de viajes, en el 2002 publicó un título que para los de mi edad es de referencia: La tercera guerra mundial (Anagrama). La novela detalla el paisaje emocional y social de la infancia y la adolescencia de mi generación, la del desarrollismo, la que tomó el primer sorbito de champán cuando murió Franco. El estilo de Ismael Grasa es muy directo; en la enumeración de recuerdos colectivos se insertan memorias del narrador. Algo así: "El día de la fiesta del colegio, durante varios cursos seguidos, se proyectaba una película del general Patton. Mi hermano, por ser de los cursos superiores, ayudaba a colgar los banderines en el patio de recreo".
Poco a poco Ismael Grasa ha ido acotando su universo literario: Zaragoza como centro capital, el desierto de los Monegros, la base norteamericana, los pueblos y montañas de la región... En ellos se sitúan los cuentos de Trescientos días de sol (Xordica), su espléndido nuevo libro. Son narraciones que hablan de hijos que se aburren en el pueblo de sus padres; actrices de teatro frustradas; parejas que sobreviven gracias a los equívocos sexuales... Historias contadas con eficacia y humor, que demuestran que la vida puede ser extraña en todas partes y en cualquier momento, y que a menudo lo es.

http://www.elperiodico.com/default.asp?idpublicacio_PK=46&idioma=CAS&idnoticia_PK=396715&idseccio_PK=1026&h=

 

Trescientos días de sol, nuevo libro de relatos de Ismael Grasa

Ya está en las librerías el nuevo libro de relatos de Ismael Grasa (Huesca, 1968), Trescientos días de sol, publicado por Xordica.